30.3.11

Taller de relatos

Me he apuntado a un taller de relatos. El primer ejercicio consiste en que cada participante debe escribir un relato breve, contado en primera persona, continuando la historia que inicia un primer párrafo propuesto. Este es mi cuento:

Al principio, yo no era más que un árbol centenario en mitad de un bosque silencioso y profundo. Un día me llevaron talado junto con varios hermanos míos que me habían acompañado desde siempre a escuchar el canto de los pájaros y el crujir de la tierra y allí comenzó mi historia. Me hicieron añicos en resmas de papel que luego dieron lugar a hojas pequeñas donde hormigas líquidas iban imprimiendo las más variopintas y disparatadas informaciones, historias o vivencias reales o ficticias. 

El primer libro que nació de mí contaba...

... una guerra de mortales, héroes y dioses, la primera guerra, y el capítulo de una cólera. Puede decirse que soy la primera tradición, y por mis venas corren personajes de gloria eterna. Y esa narración es la que encarnan las páginas de este libro, pobre cuerpo envejecido, que pronto va a sumirse en el archivo de la Historia.

Como relato, como hija, no conocí a mi padre, pero tampoco nací huérfana, e incluso tengo una hermana, de gran hermosura, épica y abundancia. Quienes nos conocen más de cerca coinciden en que cada una es más bella que la otra, pero aseguran, y es verdad, que somos opuestas en muchos sentidos, y si a ella le gusta improvisar, yo tengo ingenio de estratega; si ella es ligera e imaginativa, yo soy grave y algo más rotunda. Pero nuestra compenetración es perfecta, y hasta somos fundadoras de una estirpe literaria, una estirpe tan inveterada como nuestras propias narraciones, como la ascendencia de nuestro padre y como la existencia de los protagonistas que entrañamos.

Maravillosas incógnitas rodean las cien mil noches de mi vida. Por ejemplo, muy pocos restos dan fe del origen de mi padre, portador de un linaje mítico y nebuloso. Durante siglos quise saberlo todo sobre él; indagué quién fue, qué epítetos se le atribuyeron y cuáles fueron sus vicios y sus virtudes. Cuando crecí, restaurar su condición de mortal se convirtió en una obsesión. Fui en su busca, y en mis proezas biográficas me remonté cuanto fui capaz de remontarme, aguas arriba, las del río Aqueloo. Debo matizar que no emprendí mi viaje sola. Hubo mortales que simpatizaron con mi causa y, como infundidos del fuego prometeico, o acaso prendados de mi gran belleza, también persiguieron acercar los mitos a la realidad. Aunque poseo la ingenuidad de lo heroico, no desconozco algunas artes hechiceras, que utilicé para influir en los hombres, de los que obtuve no poco provecho para lograr mi empresa. Permití que enamorados lectores ilíacos, de todas las tradiciones conocidas, bárbaras y latinas, orientales y occidentales, lo dejaran todo por mí y dedicaran sus vidas a localizar en esta Tierra los montes, los accidentes y los tesoros que, por orden de Zeus, los orfebres olímpicos fabricaron para el escenario de Ilión. Hubo quien incluso bautizó a sus hijos con nombres aqueos y troyanos, tal vez en un deseo de prolongar la sangre de mis guerreros y la nívea piel de sus mujeres. Pero, como Circe, me enamoré de mi presa, y hoy yo también rindo tributo a esos mortales que me honraron. Sin embargo, cuanto más ascendíamos en el camino hacia mi creador, más se desvanecían los datos sobre él, por lo que, con el tiempo, dejé de penetrar su etérea semblanza y preferí arraigar en tierra. Descubrí que la búsqueda de nuestro origen es siempre una quimera, solo superior en dificultad al afán de gloria al que sucumbió Aquiles.

Milenio tras milenio, los mortales me escucharon con gran solemnidad, pero luego me consagraron en papiros para poder descifrarme a voluntad. Y hoy me alojo en este viejo tomo, que un día extrajeron de las más nobles maderas, pero que ahora sucumbe al polvo de tantos caminos recorridos. Consagrada en este libro, he llevado una vida plena y próspera. En mi odisea editorial he tenido grandes lectores, poblaciones enteras de leyentes. Ficticios y reales, legendarios y anónimos, letrados y aprendices, en todos los confines me han leído, y me siguen leyendo, y yo, al ver sus reacciones, a cada uno le adjudico su merecido epíteto. He pasado por infinitas manos y me he alojado en un sinfín de bibliotecas. No me puedo quejar en absoluto. Y actualmente he encontrado un buen destino en el que extinguirme. Paso mis últimos días en un rincón de Cádiz, una ciudad blanca y tres veces milenaria situada al sur de Hispania. Soy la más reciente adquisición de un honesto humanista de esta simpática procedencia, que me compró en una de esas librerías de viejo, de las que es convulso frecuentador. Quiso ofrecerme como regalo a su hija, y ella será mi última lectora. Estoy impaciente por ver su rostro cuando aborde la pequeña broma que le tengo reservada: el catálogo de naves.

2 comentarios:

Aguamere dijo...

¿tu hermana, por casualidad no seria una tal Eugenia?

elefancia dijo...

Aguamère! J'en crois pas mes yeux! Me das de estas alegrías súbitas e inesperadas.
La pobre Eugenia ha puesto una reclamación a los acomodadores, pero tal vez algún día le demos continuación a la obra esa que había ido a ver, a ver si le compensa el tiempo de espera.