Frases como «John Ford es mi director favorito», «Qué bueno es el Quijote» o «Yo corazón Victor Hugo» asustan a cualquiera. Reducen el genio con un filtro simplificador, dejando desconcierto en el oyente: «¿Y este... de qué va?», o: «Para estos freakies, Tolkien, Dostoyevski o Dan Brown, todo es lo mismo».
Sin embargo, tengo que defender esta forma pobre de expresión anticrítica, pues son frases que en un momento dado pueden salir de mi boca irremediablemente. Victor Hugo decía: «Admirar. Ser entusiasta. Son ejemplos de idiotez que me parece bueno dar en nuestro siglo». La admiración, reconocedora del genio y marca de la grandeza humana, sustituye a la crítica, casi siempre baja y mezquina. Para él, admirar es arriesgarse a perderse en lo admirado, mientras que criticar es valorarse uno mismo.
Cuando la crítica es una escuela yo escucho absorta todo eso tan bello que otros son capaces de decir y que está casi a la altura de la obra objeto. Una crítica merecedora de una gran obra. Los análisis que dan forma con palabras a lo que en mí es solo una intuición son uno de los grandes placeres en la vida. La obra cobra vida y dices con una sonrisa estólida: «¡Uooo! ¡Es verdad!».
Cada vez que veo películas con Juan y ocurre que le da por comentar algún detalle, saco mi cuaderno mental y lo apunto flipando en colores. Por ejemplo, Centauros del desierto: la cuñada de John Wayne va a recoger el abrigo del torturado vaquero que se vuelve a marchar, está sola en la habitación y se le escapa un gesto casi imperceptible, un fruncimiento de cejas, un amago levísimo de duda que está fuera del guion escrito, y entonces descubrimos que ama, en secreto, al hermano de su marido, cosa que nos deja atónitos, pero que no influye en el desarrollo de la historia; solo añade una dimensión gloriosa a los personajes y hace que nos planteemos todo tipo de preguntas sobre una historia incontada. «Es que, para hacer algo parecido a esta frase visual, que ocupa cinco segundos, Billy Wilder, Howard Hawks... necesitan toda una carrera de cine, y ni se le acercan. Ninguno de los discípulos de John Ford, siendo grandísimos directores, le ha llegado a la suela de los zapatos». Y yo este comentario ya me lo sé antes de oírlo, estaba ahí mientras yo veía la película. Pero es Juan quien lo dice. Yo solo he podido apretar los puños y echar espuma por la boca, de lo mucho que he disfrutado la peli. Y, pobre de mí, comparando a John Ford con todos los otros directores que conozco, en una dimensión del cine llena de lagunas, lo que había concluido el año pasado fue: «John Ford es mi director favorito».
Soy miope. Locuaz como un gafotas. No encuentro camino lingüístico. Me enfrento al genio como un niño al que regalan una pelota más grande que él, que intenta abarcarla con los brazos abiertos y relamiéndose. «El japonés este que deja la cámara todo el rato quieta en esa historia tan bonita y tan lenta de los padres que van a visitar a sus hijos a Tokio... (Tokio Monogatari), qué flipe, ¡qué grande!». O alguien dice: «No es complejo de Electra lo que Ozu quiere describir en Primavera tardía, es otra cosa...». Y lo que yo pienso es: «Complejo de Electra... ¡un japonés!». Y, por supuesto, miro a Juan extasiada y pienso: «Es más grande que John Ford».
Pero tengo que defender mi filtro. A los grandes es mejor doblegarlos como si fuéramos sus nietos.
1 comentario:
Reducir no es necesariamente simplificar, la crítica profesionalizada es con demasiada frecuencia narcisismo puro y duro. Vamos a defender el filtro simplificador, implica admiración hacia la obra, una admiración que por ser “indescriptible” supone en muchos casos la fusión con el objeto, que es precisamente de lo que se trata, no de ver si se tiene más o menos elocuencia en la utilización de adjetivos.
Te entiendo perfectamente. A veces, cuando has leído un libro fantástico o has visto una película única, se produce una avalancha de sensaciones que te hace pensar que el libro o la película han construido un momento único en tu vida. Luego quedas con los amigos y al hablar de la obra en cuestión sueltas un: “es guay” y toda tu educación y tu recorrido cultural se van tomar por culo, el dinero que te has gastado en libros, en la universidad y en el cine lo podías haber aprovechado mejor en el bingo.
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